¿Quién es Moxie?

Un rayo de luz penetró por una rendija de la persiana. Santiago siempre la bajaba hasta el final, ya que no podía tolerar las luces de la noche o el movimiento de los autos. Tenía que mitigar lo más que pudiera cualquier distracción del mundo exterior, y aun así el sueño siempre era difícil de conciliar.
La luz le pegó justo en cara.

-En donde más sino –pensó.

Aun no quería levantarse. Esa noche no había sido de las más placenteras para el sueño. Tampoco había sido de las peores, y sí que tuvo peores. No recordaba que había soñado, casi nunca lo hacía. No había imágenes claras, ni figuras borrosas. No había caras que cambiaran de un momento a otro. Tampoco locaciones que lo transportaran de un punto del planeta al extremo opuesto en cuestión de un parpadeo. No recordaba haber volado, ni caído, ni peleado sin poder asestar un golpe. Nada. Sin embargo algo sí había quedado. Un nombre.

Moxie

Eso lo dejó pensativo. Se quedó inmóvil en la cama, mientras ese rayo escurridizo se desplazaba por encima de su rostro y subía lentamente por la cabecera de la cama. Otros iban entrando también, alertados por el primero de que el camino estaba libre para que pudieran pasar.
No conocía a ninguna Moxie. Ni siquiera estaba seguro de si realmente era un nombre real.

Moxie

Otra vez resonó en su mente, como un susurro casi audible, pero no. El nombre le resultaba estúpido. -¿Un diminutivo tal vez? –se preguntó sin emitir sonido alguno.
Empezaba a hacer más calor a medida que otros rayos de luz seguían pasando por las muchas grietas de su persiana. ¿Eran ya las seis? No… nunca amanecía en punto. El Sol no rendía cuentas a nadie. ¿Por qué preocuparse por ser puntual entonces?
Ya sabía qué hora era. No hacía falta ver su teléfono para corroborarlo. Despertador no tenía. No lo necesitaba desde los 17 años cuando comenzó a tener problemas para dormir.

Moxie

¿Había escuchado siquiera alguna vez ese nombre? Eran las cinco con cuarenta minutos. Era primero de Enero, eso sí lo sabía. También sabía lo que había hecho la noche anterior. Al menos hasta llegar a su casa. Se había ido de la fiesta temprano. Casi inmediatamente después del brindis argumentando que tenía otra reunión a la que debía atender. Era mentira, él lo sabía. Sus amigos lo sabían. Él sabía que ellos sabían.

“Saber”. La palabra empezó poco a poco a perder su sentido a medida que Santiago la repetía mentalmente. -Tu sabías, él sabía, vosotros sabíais… ella sabía. Ella sí sabía, pero yo... –no continuó.

Moxie…

El oír el nombre de nuevo empezó a molestarlo. Pateó las sabanas con furia. Solo le cubrían las piernas. Hacía mucho calor para dormir tapado y a pesar de que no sentía frio por las noches aun así debía cubrírselas. Era condición excluyente para que el sueño llegara en algún momento. Nunca supo por qué. Nunca le interesó averiguarlo.

¿Por qué ese nombre? ¿Por qué ese y no el de ella? ¡¿Por qué el primer pensamiento de un nuevo año que comenzaba, que sabía que no le auguraba nada nuevo sino más de la misma mierda, era un nombre que jamás había escuchado, de una mujer que jamás había conocido y no el de ella?!

-¿Por qué fui al único al que no le dijo? –se lamentó en silencio.
Nunca lo comprendió. Hasta su último día jamás entendió que ella quería que él fuera el único cuyos sentimientos permanecieran reales. El único con quien pasar lo que fuera que le quedara de tiempo de la forma más honesta y sincera, sin que la lástima y la condescendencia arruinaran lo que más le importaba en el mundo. A pesar de que eso implicara no decirle, jamás. Al menos hasta que ya no hubiera más tiempo.

¡Moxie!

Esta vez fue un grito en vez de un susurro. Uno que solo él escuchó. Colérico se levantó de un salto y golpeó la persiana con su puño cerrado. La madera era hueca asi que no le dolió mucho, pero los rayos de luz se alborotaron con el movimiento. O al menos eso le pareció. La luz no se mueve si el Sol no lo hace. Santiago sabía eso, pero ahora no podía pensarlo, su cabeza solo repetía una cosa. Moxie. Moxie. Moxie. ¡Moxie!

-¡Quién mierda es Moxie! –gritó finalmente en voz baja, casi con la voz quebrada. Santiago no gritaba en voz alta. Ni siquiera en su departamento deshabitado. Simplemente no lo hacía.
Miró al piso unos segundos, una gota de sudor le corrió por la frente y bajó hasta su mejilla. Para cuando llegó al mentón ya era imposible saber si era la misma o si se había mezclado con una lagrima que escapó a escondidas de su ojo izquierdo. Cayó al piso. Oyó el golpe líquido contra la madera. Era lo primero que oía en la mañana por fuera de ese desconocido nombre.

Caminó hacia el baño y se duchó en silencio. El ruido del agua contra su cabeza, su espalda y el fondo de la bañera le permitió no pensar por unos instantes. Volvió a su habitación con la toalla alrededor de su cintura (¿Para qué? No había nadie que pudiera verlo). Eran las seis y tres minutos. La luz del Sol ya casi colmaba la mitad del cuarto. Los rayos penetraban con tal fuerza que la persiana parecía que podía quebrarse en cualquier momento. Subió la persiana de tres tirones calmos pero firmes y dejó que el brillo lo engullera.


Permaneció inmóvil por unos minutos, observando el lento ascenso del Sol por encima de los edificios. Los ojos empezaron a dolerle, así que dio la vuelta y se cambió. Cruzó la puerta de entrada de su departamento y salió. Solo había una cosa que debía averiguar ese día…

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Se que esto es distinto y no tiene nada que ver con la onda general del blog. Mierda ni yo entiendo por qué salió, pero bueno salió... capaz sale más, capaz no. Who knows?

No preocupeis que la próxima entrada va a tener muchos chistes de pitos y sonidos de caidas de los Tres Chiflados.

El Rata

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